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Hoy contemplamos el nacimiento de Jesús, centrándonos en la Virgen. Como sabemos, estuvo lleno de dificultades: el largo viaje desde Nazaret, la falta de un lugar donde pudiera nacer el niño, la fría cueva. Todo en sus circunstancias era ya una revelación de lo que iba a venir, una revelación de Jesús mismo.


San Lucas cuenta la historia del nacimiento de Jesús de forma muy sencilla, pero si nos ponemos en la narración, podemos imaginar cómo se sentían María y José. María podría haber protestado cuando José dijo que debían hacer un largo viaje a Belén. Pero su obediencia fue impecable. María podría haber llorado y quejarse a Dios por la situación en la que se encontraban en el momento del nacimiento de Jesús. Pero su disponibilidad a la voluntad de Dios fue incondicional. Su "sí" en la anunciación fue absoluto y lo podemos ver muy claramente aquí.


El hijo de Dios se hizo carne y hombre desde el vientre de María. Sólo un corazón y un alma puros como los de María podrían haber conocido a Jesús en esa intimidad. La Virgen fue el primer tabernáculo viviente. Esto significa que en el cuerpo y la sangre de Jesús están también el cuerpo y la sangre de María. Cuando miramos a Jesús en el Santísimo Sacramento en el altar, debemos tener en el corazón un sentimiento de profunda gratitud por la Virgen, porque es por su valor, su obediencia leal y su humildad que todo esto ha sido posible.