Lecturas:
Hechos 2,1–11
Salmo 104,1, 24, 29–31, 34
1 Corintios 12, 3–7, 12–13
Juan 20,19–23

El don del Espíritu Santo al nuevo Pueblo de Dios es el acontecimiento que corona el plan de salvación del Padre.

La fiesta judía de Pentecostés convocaba a todos los judíos devotos a Jerusalén, para celebrar su nacimiento como pueblo escogido de Dios, bajo la Ley dada a Moisés en el Sinaí (cfr. Lv 23,15-21; Dt 16, 9–11).

La primera lectura de hoy nos muestra cómo los misterios prefigurados en esa fiesta se cumplen en el momento en que se derrama el Espíritu sobre María y los Apóstoles (cfr.Hch 2,14).

El Espíritu sella la nueva Ley y el nuevo pacto traído por Jesús, escrito no sobre tablas de piedra, sino sobre los corazones de los creyentes, según lo que prometieron los profetas (cfr. Jr 31,31–34; 2 Co 3, 2–8; Rm 8,2).

El Espíritu es revelado como el aliento dador de vida del Padre, la Voluntad por medio de la cual Él hizo todas las cosas, como nos dice el salmo de hoy.

En el principio, el Espíritu era “viento de Dios” que “aleteaba por encima de las aguas” (Gn 1,2). Y en la nueva creación de Pentecostés, ese mismo Espíritu viene como un “viento fuerte, impetuoso” para renovar la faz de la tierra.

Así como Dios modeló al primer hombre a partir del barro y lo llenó con su Espíritu (cfr. Gn 2,7), en el Evangelio de hoy vemos al Nuevo Adán que comparte el Espíritu vivificador, soplando sobre los apóstoles y dándoles nueva vida (cfr. 1 Co 15, 45.47).

Como río de agua viva para todas las generaciones, Él derramará su Espíritu mediante su Cuerpo, la Iglesia, como nos dice la epístola de hoy (ver también Jn 7, 37–39).

Recibimos ese Espíritu en los sacramentos; por el Bautismo somos hechos una “nueva creación” (cfr. 2 Co 5,17; Ga 6, 15).

Alimentándonos del único Espíritu en la Eucaristía (cfr. 1 Co 10, 4), somos los primeros frutos de una nueva humanidad, nacida de cada nación que existe bajo el cielo, sin distinciones de lengua, raza o condición social. Somos gente nacida del Espíritu.