Casi treinta años de registros fílmicos y transformación urbana están detrás de Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), filme con que el alemán Walter Ruttmann gatilló todo un subgénero cinematográfico: películas en que la ciudad es protagonista. Con la cinta, Ruttmann pretendía expandir sus horizontes de realizador experimental, pero al mismo tiempo le dio un nuevo sentido al cine realizado en clave observacional (cuyos pioneros habían sido los operadores de Lumière), generando de paso multitud de imitadores, incluyendo uno que superaría el modelo original: El hombre con la cámara móvil (1928), de Dziga Vertov. Entre los muchos artistas influidos por Ruttmann se encuentran también los jóvenes cineastas que poco después emprendieron Gente en domingo (1930), vital registro de los últimos días de la inestable y borrascosa República de Weimar. Aunque en lo formal se trata de un producto de ficción, este jovial, certero y fascinante registro de un día primaveral en lo que por entonces era la capital más importante del mundo, tiene el sabor de lo vivido y experimentado de primera mano. Tal vez la respuestas está en la juventud de Robert Siodmak, Billy Wilder, Edgar Ulmer, Fred Zinnemann, cineastas que un día se convertirían en fogueados veteranos de Hollywood, pero que en esos intensos y frágiles días de principios de los treinta, antes de los nazis, antes de la paranoia y el horror, solo se debían ser fiel a sí mismos, a lo que veían y vivían en esas calles perservadas, indelebles, en estas imágenes.