Apoyado en 35 horas de material fílmico captados durante los funerales de Josif Stalin —destinados originalmente a un filme llamado La gran despedida, que nunca vio la luz—, Sergei Loznitsa consigue una suerte de imposible: ir paso a paso construyendo un relato de catarsis colectiva y, al mismo tiempo, efectuar una feroz crítica de todo el proceso: la pompa a la que los jerarcas apelaron, la destreza de los cineastas que la captaron y la tragedia de un pueblo que al homenajear a su líder supremo está lamentando una suerte de orfandad, sin reponerse todavía para asimilar las inmensas atrocidades cometidas por el fallecido. Acaso la dimensión más dramática de Funeral de estado sea que está levantada a partir de los mismos criterios estéticos que alguna vez iluminaron las carreras de artistas como Dziga Vertov y Alexsandr Dovzhenko, pero lo que ellos visualizaron como un albur y un amanecer de la humanidad, aquí es enterrado, sellado, apagado y tapiado, como quien bloquea una pirámide impenetrable.