Era muy obvio que la sabiduría y los milagros de Jesús solo podían venir de Dios. Su profunda sabiduría y autoridad con la que enseñaba eran muy evidentes. Ningún otro maestro de la ley había hablado como Él hablaba. Pero Jesús no había estudiado en ninguna de las famosas escuelas rabínicas, ni tenía más entrenamiento formal en las Escrituras que el judío promedio. De manera que los dirigentes de los judíos se maravillaban y decían: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?” (Jn. 7:15). Por si esto fuera poco, Jesús había exhibido un poder sobrenatural por medio de los milagros que realizaba. Estos milagros evidenciaban que Él venía de Dios, que Él era el Mesías. Ellos no cuestionaron la veracidad de sus milagros, los reconocieron como obras portentosas. Lo que querían era que Jesús repitiera los milagros que había hecho en Capernaum (v. 23). Pero Jesús sabía que eso no los iba a llevar a la fe. Ayer, al igual que hoy, el ver milagros no conduce a la auténtica fe. Esta procede sólo de Dios quien actúa en el corazón del oyente y obra el milagro de creer por medio de su Palabra. Los que tengan oídos para oír, oigan. Lucas 4:22-30.

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